Por Oscar Carrasquel
De esta señora cuyo nombre completo era Matea Ifigenia Galindo de Rodríguez es poco lo que conocen las nuevas generaciones, bastante la tratamos desde que éramos infantiles. Evoco aquellos
años mozos y nunca dejaré de recordar su trato amable de tantos años, una dama de buen carácter
con su rostro siempre risueño y la bondad entera. Hoy ha vuelto a surgir su nombre en la pantalla de
los recuerdos; una madre que junto a los suyos habitó una casa solariega por
la calle "el ganado" hoy llamada Lisandro Hernández, que en ese
tiempo todavía no estaba pavimentada. Y sobre todo porque después que se conoció
con nuestra madre, trabaron amistad y compañerismo,
tuvieron la dicha de compartir la ilimitada dedicación al mundo de la costura,
soñaban y se ayudaban recíprocamente.
A esta matrona la comparo con mi madre María Inocencia. Muy buena costurera fue Matea Galindo de Rodríguez, creativa tanto en su arte de coser como en la pobreza. La comienzo a buscar en la memoria y puedo resumirla como una mujer honesta y trabajadora, bondadosa y digna de admiración, de tez morena, baja de estatura, de rasgos indígenas, de pelo largo y liso. Doña Matea fue del tamaño de su paso por la vida porque la muerte apareció a edad temprana una mañana primaveral.
Acometió con mucha destreza su labor, su técnica consistía en tomar la medida directa de la ropa de la persona, para después llevarla con intelecto a la tela, nunca usaba patrones de cartón como era de ley; cortaba en el extremo de una larga mesa de madera; trabajaba con telas de marca, como lino cien blanco, kaki y gabardina. Su fama creció en La Villa como buena costurera.
En aquellos años 40 apenas estaba llegando a La Villa la era de la energía eléctrica, La sala la iluminaba la mortecina luz de dos bombillos de 20 watios, y eventualmente se alumbraba con una lampara a base de kerosene. Cuenta su hijo, el ingeniero Rafael Rodríguez, con un gran sentimiento por dentro, que durante largas horas de la noche podía escuchar el "chas chas" cosiendo en su máquina envuelta en un silencio profundo. Fue costurera de confianza de labriegos que llegaban de las aldeas aledañas a Villa de Cura hasta que el pueblo empezó a cambiar.
Don Marcos Rodríguez era un hombre flaco, menudo, fuerte, muy dinámico, desempeñó muchos años el oficio de albañil, nacido en 1890, era ciego pues perdió el sentido de la visión a los 45 años de edad, sin embargo, sabia de sobra por donde andaban sus pasos. Ejerció la agricultura, cultivaba él solo un conuco en el sector de Los Tanques, con la única ayuda de los hijos varones, una vez que que salían del colegio y los fines de semana, para ayudar al sustento de la casa. Los muchachos fungían de lazarillos. Todos los días atravesaban a pie la sabana, transitaban ese camino acompañando y guiando a su padre.
Doña Matea era quien sacaba tiempo para asistir a las convocatorias de padres y representantes en la escuela Arístides Rojas y en el liceo Alberto Smith en donde estuvieron estudiando los muchachos. La verdad es que el matrimonio acostumbró a todos sus hijos a trabajar desde pequeños, apoyaron el esfuerzo de sus padres realizando oficios del hogar, tales como hacer labores en la cocina, moler maíz, servir la mesa, lavar platos, barrer. También se entregó a enseñarlos a que la ayudaran en la costura, ya sabían bastear, pegar botones y coser ruedos. Además realizaron actividades de crianza de gallinas y cerdos enchiquerados. Parte de aquellas labores domésticas consistía en la crianza y manejo de un corral lleno de chivos, atrás en un espacio del patio.
Cuenta el ingeniero Rafael que hembras y varones “Aprendimos a tejer capelladas en un telar en casa, trabajamos mucho tiempo para la alpargatería de don Enrique Flores. Bs 6 era el trabajo de un día. De este producto los muchachos recibíamos un real para asistir al cine El Corralón, lo demás lo ingresábamos para los gastos de la casa". Es bueno señalar que nunca los venció el desaliento. más bien lo hacían con entusiasmo.
La casa de familia, aún se encuentra instalada en una ancha y moderna avenida. sombreada de matas de almendrón y un patio grande al lado del “Pan Pan”.
Así fue transcurriendo la vida de esta matrona hasta que en 1960, (faltando un año para graduarse su hijo Rafael). En unas vacaciones de Semana Santa, madre e hijo se confundieron en un interminable abrazo de despedida aquí en La Villa... Mayúscula sorpresa la que se llevó su hijo Rafael después que llegó a Mérida buscando culminar sus estudios, al abrir un telegrama urgente se encontró con la fatídica noticia de que había fallecido su mamá de forma repentina. "La noticia peor que yo haya recibido en la vida", nos dice Rafael.
Rafael heredó de doña Matea Galindo, no solamente su tamaño y parecido físico, también su resistencia, su coraje, casta, y también su bonhomía. Don Marcos, el padre invidente, quedó a la cabeza de la familia con el apoyo de todos sus hijos. No fue necesario que pasara tanto tiempo para darse cuenta la falta que hace una buena esposa y una madre..
La mujer lloró sin consuelo
El día que su hijo se despidió
Exhibía disminuida voz
Sonaba a cuenco roto
Nadie comprendía el por qué
Era un viaje de rutina
La madre tenía la certeza
No se sabe qué voz la advirtió
Que no volverían a verse jamás.
Queda demostrado que de nada vale luchar contra la fogosidad del destino, de cualquier forma las hojas verdes se llegan a secar y se las lleva el viento. Qué decir de esta madre que se llamó Matea Ifigenia Galindo de Rodriguez que no haya salido de lo infinito del alma y de lo que tiene de musical el verbo.. Descanse en paz señora Matea.
Oscar Carrasquel...La Villa de San Luís, noviembre 2020
Gracias a nuestro amigo el poeta Elio Martínez por servirnos de posta.
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