jueves, 20 de febrero de 2020

RELATO PARA RECORDAR Y ALEGRAR EL ALMA


A la izquierda el doctor José María Carabaño Tosta, lo acompaña J. E. Carrasquel

Por Oscar Carrasquel

      Esta añeja fotografía data de los años cincuenta. El lugar es el “Hato Tablantico” que ya no existe, fue propiedad de don Fernando Carabaño Tosta. El encargado y administrador  era mi padre José Eugenio Carrasquel, estaba situado al sur de Calabozo en la llanura quieta y ancha del estado Guárico.
      En los tiempos que era presidente el general Marcos Pérez Jímenez fue expropiado al igual que sus vecinos, los hatos “Uverito”, “Tablante” y “La Tigra”, esgrimiendo razones de “utilidad pública”,  para dar paso a los trabajos de la represa de Calabozo.
      En la gráfica en blanco y negro, de gruesos lentes, sombrero alón y ropa de cacería (una de sus aficiones) el médico José María Carabaño Tosta, hermano de don Fernando, ambos naturales de Villa de Cura. En 1983 le dieron su nombre al modernizado hospital del Seguro Social “Carabaño Tosta”, ubicado en la urbanización San José de la ciudad de Maracay. Allí está acompañándolo  mi padre J. Eugenio Carrasquel, amigo y compañero de viejas batallas. 
      Los niñitos entretenidos en las piernas de los viejos amigos me dicen que son los hijos del doctor José María, lo cierto es que tienen pelaje de Carabaño. Nuestros amigos Fernando Carabaño Mele o Miguel Adolfo Carabaño Mele, de la misma parentela, hoy seguramente nos podrían suministrar sus nombres.
      El atractivo sitio era un potrero donde se mezclaba el bramido de la vacada con el relincho de caballos. Al franquear  la casa y una puerta de trancas había un molino que giraba día y noche con el viento, el molino llenaba el tanque redondo australiano donde aparecen ellos recostados en grata conversación. El agua servía para el servicio de la casa principal y de los obreros y para abrevar el ganado y animales silvestres, se la pasaba una población de gallitos de agua, patos, gabanes y garzas de variadas especies y colores sobre el esplendor de unas charcas que se formaban en la sabana.
      Yo aún estaba tierno. Me fascinaba ir allí de vacaciones escolares junto con mis hermanos. A la orilla de dicho estanque uno se daba un exquisito baño con totuma. De vez en cuando colocaban alrededor, una mesita y unas sillas para que los visitantes se entregaran, en las noches brillantes de luna y estrelladas, a platicar y jugar partidas de dominó o barajas; a veces el lugar se convertía en recinto de cantos, del sonido de un arpa llanera, o de una guitarra grande tocada deliciosamente por una dama.
      Los buenos recuerdos, como esas cosas que no se pueden ver ni tocar, acaban con matarle a uno la melancolía.

La Villa de San Luís, carnaval 2020
Foto del álbum de Luís Fernando Carrasquel.

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