jueves, 7 de junio de 2018

LA MAYOR TRAVESURA

                                           Villa de Cura
estado Aragua


                                                 Por Oscar Carrasquel


Hube de hacer un esfuerzo superior para acordarme de una diablura ocurrida durante la etapa de mi infancia camino hacia la adolescencia. Una historia sencilla de contar. Esto fue con la finalidad de participar en un concurso titulado "LA MAYOR TRAVESURA DE MI INFANCIA";  y ahora deseo compartir esta experiencia también con mis amigos  los lectores, no importa que haya quedado de antepenúltimo entre seis participantes.

Corrían entonces los años de la década del 50. Ya he contado que mi madre era una llanera muy laboriosa, calaboceña, seria, estricta y de carácter irascible, por esa circunstancia eran muy raro los deslices que uno le pudiera cometer.

He contado también que mi mamá fue una mujer muy humilde,  costurera y de oficios propios del hogar; en esta labor trabajó toda su vida, hasta que sus fuerzas fueron disminuyendo como consecuencia de las enfermedades y el paso del tiempo.

Cortaba y cosía exclusivamente para damas y niñas, asì decía en un cartel en la sala para evitar preguntas. Le cosìa a las mujeres del vecindario.

En el sector La Alameda Crespo de la calle Comercio de Villa de Cura, estado Aragua, en Venezuela, manejaba ella una clientela fija que le encargaban ropa hecha a la medida, recuerdo que fue recomendada por el “Negro Testamar”, el reparador de sombreros. Todas las chicas trabajadoras de bares en la Alameda fueron siempre buena paga, cancelaban de contado. Yo lograba hasta propinas por llevar la ropa que les mandaba mi vieja. No una, sino varias veces me tocaba llevar en una petaca los trabajos de costura. Recuerdo que como yo era un mozuelo de apenas 12 años tenía impedido la entrada a los botiquines que había en ese lugar de tolerancia.

Uno de los botiquines regentado por un viejo italiano lo frecuentaba los fines de semana una galería de mujeres de vida sibarita; se podía oír desde afuera la estridente música de un pianito de manilla accionado por un sordo gozòn llamado Víctor Criollo, moliendo merengues, bambucos y pasodobles, y voces de hombres y mujeres disfrutando. Muchas veces el ambiente quedaba callado.

Resulta que yo, muchacho curioso, me sentaba en la acera, con el azafate apoyado en las piernas, a mirar extasiado por debajo de un par de portezuelas batientes que estaban en la puerta, igual a las que usan las tabernas en las películas del oeste americano.  Me quedaba un buen rato mirando bailar apechugadas a las parejas en el salón. Mientras que por abajo salía un penetrante olor a “perfume de gardenia” bastante seductor. Yo me emocionaba porque algunas damiselas cuando salìan del local me picaban el ojo.

No importaba  al regresar a casa que  me esperara mi mamá con una tremenda reprimenda, porque creía me había entretenido jugando metra o pelota en la calle. Para evitar demoras echaba a correr. Urdí una salida, pues le decía que la cliente a quien llamaban por mal nombre "La Recorrida",  estaba ocupada en su pieza y la debía esperar sentadito en la acera para que me cancelara el importe de la ropa. Era el único modo de poder salvarme de una pela en los gozosos tiempos de mi infancia.




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