viernes, 8 de febrero de 2019

¡ÉCHEME LA BENDICIÓN PADRINO!




 A mi viejo amigo,  profesor Raúl Aular Flores, y a María, su esposa


La añoranza es de los villacuranos antiguos queriendo volver a mirar aquel grupo de chiquillos como una bandada de polluelos que en una de esas tardes de lo más hermosas de todos los tiempos inundaba los alrededores de la Plaza Miranda y el portal de la Iglesia Matriz, llenos todos de inmensa alegría esperando la hora del bautismo. En la mañana habían llegado de El Calvario las filas de lado y lado  de peregrinos entonando el ¡Ave María!. El altozano mayor de la Iglesia Matriz de Villa de Cura, el escenario escogido para este sencillo relato.


Alboreaba un día domingo de fiesta religiosa de Peregrinación, por lo tanto de bautizos y confirmaciones; un día de  ceremonial solemne ya que para esos fines había sido convocado para La Villa el señor Obispo del Episcopado de Maracay.

Ya había recibido el párvulo de parte del arzobispo la cruz sobre su frente  y el agua clara bautismal de una fuente de mármol ubicada en todo el centro del atrio; a un lado la vieja imagen del apóstol San Juan, también de los progenitores y padrinos. Al  final de la Eucaristía se oye el monótono repicar en el campanario de la Iglesia. Las cinco en punto marcan arriba  dos arcaicos y grandes relojes al frente de la catedral.

Por fin aparece la salida del padrino por el portón del frente, de paltó  de casimir y  corbatín, acompañado de los padres y de la cariñosa madrina vestida toda de blanco y con un velo cubriéndole la cabeza. La madrina es quien trae  al recién bautizado reclinado en su regazo. Ya todos los muchachos hablan tomado su puesto de combate. Y entonces es el instante adecuado y esperado por ellos para gritar en un  solo coro de voces:

                                                         ¡Écheeenos la bendición padrino!

La oportunidad  la aprovecha el padrino que se introduce la mano derecha en  el bolsillo del paltó para lanzar  una lluvia de mediecitos de plata que brillan en el aire como un puñado de margaritas silvestres. Unos encima de otros rebotan en el centro como si tratara de la tumbada de una piñata, rodando por el piso como un puñado de perdices pidiendo espacio, buscando cada quien como agarrar màs de un mediecito.



No recuerdo la cantidad de chiquillos que había en el redondel. Después salen en loca carrera y comienzan a  florecer los gritos de los muchachos  alrededor del cotufero,  o el vendedor de raspados que se apostaban religiosamente alrededor de la plaza; otros resuelven adquirir chicles Adams o capullitos de maní y entrar a vespertina al cine Ayacucho o cine El Corralón, por cuya entrada se paga medio (0.25) . Los ventanales y el alto portón ya desparecidos del viejo caserón de la familia Roldan en La Villa, fueron mudos testigos de aquella costumbre infantil.
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De aquellos episodios se nutren nuestras letras llenas de tradición y añoranzas, siendo el momento de nuestra vejez y en medio de un natural recogimiento espiritual.

Uno quisiera volver a nacer para vivir otra vez esas cosas sencillas y a la vez fascinantes del tiempo transitado, como un rezo que se guardan muy adentro en el alma  y que en este momento escarbamos como un pájaro  en su cautiverio  que come  sin detenerse.


Oscar Carrasquel, La Villa de San Luis, Peregrinación de 2019


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