De izquierda a derecha: Teresita Diaz, Isabelita Còrdova, Gisela Còrdova y Consuelo Pulido
Por Oscar Carrasquel
A la memoria de Isabelita Córdova de Carrasquel, en el vigésimo séptimo aniversario de su fallecimiento.
A Oscar, Elizabeth, Gilda, Yelitza y Rafael.
A los 10 Mosqueteros
. Rebosante de frescura. Así fue aquel dichoso atardecer cuando Graciela y Enzo se intercambiaron una lenta y sostenida mirada, como casi siempre lo hacían. Sus rostros se notaban más que enrojecidos, una larga sonrisa eternizaba el encuentro. Al fin se cruzaron las primeras frases. En la timidez de aquellas palabras estaba segura la esencia de un juramento de amor que se iniciaba en ese momento. Los contornos de la plaza les daban disfrute; se trataba de la plaza principal de una Villa sana, limpia y bonita, se podían pasar horas recorriéndola. En un mes de febrero, le confesó ella que había nacido y le señaló el día de su nacimiento. Lo cierto es que ambos estaban rebosantes de mocedad, al mundo vinieron en el mismo pueblo, el mismo año, pero en meses diferentes. Se estrecharon suavemente las manos. Campo limpio y sombreado por el verde follaje de una arboleda, gozosa de trinos de pájaros, son las estiradas avenidas de la plaza por donde inauguraron el paseo aquella tarde. No les importó nada la curiosa mirada de un anciano de arqueado cuerpo y desgastado sombrero y alpargatas nuevas -el eterno barredor de la plaza- que emergió de pronto por una de las bocacalles de la plaza, con una cola de palmera bailándole entre sus manos, quién además retocaba unos avisitos sobre el engramado con una inscripción que decía: “Prohibido pisar la grama”, lo cual ellos no vieron con asombro ya que en esos días, mientras más joven y más ingenuo, mayor era el respeto por aquel vergel y su entorno…Pasaron a pocos metros de unos jóvenes que se encontraban sentados a la orilla de un banco de cemento, donde siempre se juntaban para oír a un anciano vestido de kaki, con raído sombrero de copa, contando sus vivencias y relatando largas y remotas historias de temas pedagógicos. No se trataba de gente desconocida para uno y otro. Un domingo por la tarde se volvieron a encontrar en el mismo lugar. La plaza central vivía hermosamente encerrada entre unas barandas de hierro que circuían la manzana. ¡Tal vez me vaya…acabo de regresar de tierras distantes y la tarde me repetía tu nombre! Con estas sobrias palabras, Enzo, daba continuidad a un emocionado encuentro que se extendería por mucho tiempo. Caminaron lentamente dando vueltas a la plaza como si se tratase de un ruedo con murmullo de pasos y de voces. Más de una vez ya habían recorrido aquellos pasillos y linderos. Ese día como era normal le acompañaba una graciosa amiga y una prima hermana. Luego el grupo se sentó a conversar y a mirar las hileras de agua de luces y colores que emergían por las boquillas de unas de las fuentes esquineras de la plaza. Los domingos por las tardes se oía la música caribeña de categoría que salía de unos altoparlantes colocados entre las ramas de los árboles de mamón y cedro; y era domingo de vespertina por el grupo de rostros juveniles que impacientes esperaban para adquirir los tickets para entrar al cine, una de las pocas distracciones que había en el pueblo. Ella le advirtió que desde chica profesaba la religión católica, y él, le respondió que ya la había contemplado en la mañana a las puertas de la Iglesia vestida de “Hija de María”, y no perdió tiempo para lanzarle un nuevo piropo de buen gusto: “Yo sentí y me creí el rosario y el misal que llevabas en tu mano”. Corría la década de los años 50-60. Hablaron acerca de un cura culto, de encendida oratoria, puntilloso, con sotana desabotonada en el cuello, que en los sermones en el templo criticaba las barbaries de un mal del gobierno y lo calificaba de impío; el anciano sacerdote hacía un llamado a la moral y a devolver la democracia y la libertad que es un don de Dios y la calidad de vida perdida. Hablaron acerca del trabajo de la muchacha y de los caprichosos arreglos florales y lazos multicolores que diseñaba en una tienda que quedaba por la calle principal de la urbe, lo cual Enzo no ignoraba, ya que trabajaba al frente del establecimiento, y además, en algunas oportunidades le acompañaba caminando el trayecto de la tienda a su casa. Graciela, le habló gratamente de su participación en presentaciones artísticas desarrolladas en el auditorium de la escuela donde estudiaba, que tanto le fascinaban; y de aquellas veladas culturales donde una terna de guitarristas del pueblo, de esos que puntean la guitarra como Los Panchos, le acompañaban toda suerte de canciones de moda. Y agregaba que en ese mismo escenario ella cantaba y bailaba flamenco, zapateando con tacones altos, con abanico y castañuelas en mano…Y así, sin que Graciela y Enzo se dieran cuenta siquiera, fueron pasando las horas, los días y los años. Los vecinos del lado comentaban que no había otra pareja que se quisiera y entendiera como ellos; y fue porque aparte del amor, se profesaban un afecto profundo…Se casaron, enfrentaron la vida en las horas buenas y en los malos momentos y tuvieron descendencia. Aprendió lo que era la entrega y la protección maternal hasta el infinito y no pocas veces hizo de padre. Lo que más recordaban fue que juntos recorrieron pueblos, ciudades, supieron de la aridez y del verdor de los campos, de las playas con su espejo azul y vuelo de gaviotas, visitaron parques y montañas de aires marinos; disfrutaron junto a su prole del calor familiar en casas campesinas del llano, atravesaron sabanas olorosas a mastranto, de día, de noche, de madrugada y tuvieron sueños hermosos, al fin y al cabo los sueños eran sus temas favoritos y era de lo que más hablaban. Ella admitía y lo repetía, sentirse orgullosa de haber compartido junto a sus dos primeros, de los cinco hijos que tuvieron, cuando recibieron y le brindaron sus respectivos títulos universitarios (el resto de tres hijos, ya en su ausencia definitiva, dejaron colgados sus títulos de grado junto al retrato de la madre en un armario)...Resulta que hubo un día inesperado que el Padre que mora en los cielos le detuvo la vida y le interrumpió sus sueños. Octubre 16 de 1989 fue la fecha que marcaba la hoja pálida del almanaque. Solo medio siglo fue el tránsito de ella por la vida. Dos décadas y media de unión matrimonial. No se equivoca el calendario la fecha en que se nace ni falla el día en que se muere. La orden hubo de obedecerse. La misma Iglesia Matriz donde recibió la bendición de su bautizo y confirmación, y el altar mayor donde tomó sus esponsales, la misma plaza con su estatua de bronce de un paladín de la patria y a la vez Mariscal de Francia, el par de relojes que marcaban la hora en el campanario y los mismos árboles fueron testigos de la tormenta. Muchos se enteraron de las consecuencias de aquel naufragio, unos lloraron, sus grandes amigos oraron y vivieron el terror de esa partida. Las exiguas ramas del caimito plantado entre la cocina y el lavadero no ofrecieron más su fruto, mustios se pusieron en el terrenal los crisantemos y se entristeció la flor de otoño; debió ser porque sus manos cuidaban su frondosidad para que llenaran de aromas el otro lado del patio. Hubo músicos que emplearon guitarras, hicieron llorar sus cuerdas y diapasones. Un poeta amigo recientemente desaparecido le escribió unos versos sobre un pañuelo blanco guardado en una gaveta, articulistas lo reseñaron en una revista, en periódicos, en hojas sueltas. Hace 27 años se despidió del mismo pedazo de tierra que la vio nacer y crecer. Una mezcla de rumor y silencio inundaba la casa y la última calle del pueblo. Su cuerpo material se marchaba al encuentro con la misma tierra de sus orígenes. A sus hijos le adviene muy bien el pensamiento de Vargas Vila, que fue quien escribió: “Que la madre, como la escala de Jacob, es el lazo que nos comunica con Dios.” No tuvo tiempo de sentir el gigante regocijo de disfrutar del ruido y de las risas de sus 10 nietos, los primeros marchando con su espíritu juvenil transparentando ideales, y dos, aún muy niños, corretean ahora con sus risitas y voces inocentes vestidos de monito deportivo. A todos aqueja el mismo dolor en el alma. Siguieron transcurriendo los años y hoy se volvió a recordar una vez más su nombre entre añoranzas e ilusiones, los mismos que nutrieron y estuvieron presentes en su existencia.
La Villa de San Luis, octubre de 2016
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