Por Oscar Carrasquel
Un día martes de diciembre de jolgorio navideño, parecido a todos los días, visitamos este portento donde se respira un olor a cosas antiguas. Digamos que volvimos después de una larga ausencia. Abordamos un pequeño autobús frente a la plaza Bolívar y lentamente fuimos subiendo por una empinada calle.
En todo el frente, se alza un cerro alto, brillante,donde llegan del cielo pájaros y papagayos. Lampiño, parece que San Isidro, al igual que al habitante del sector, no le manda agua nunca. Cuando uno se va acercando se siente la poesía. No hay que abri rpuertas para acceder hasta el BASURELIO.El poeta Elio y yo traspasamos una cortina como un espejo, nos perdimos lentos por un estrecho pasillo semi oscuro, en aquel ambiente donde uno se cree dentro de la bodega de una abandonada embarcación.
De unos armarios de metal brota el silencio y la soledad de unos vetustos archivos. En algunos rincones no hay luz, pero no importa, el poeta se alumbra con la luz de las luciérnagas. De repente me tropiezo con el mueble de un tocadiscos anticuado. No hay necesidad de agacharse. El poeta Elio es de aspecto hidalgo, con su cara redonda, siempre sonriente, con unos lentes que apenas sostienen su gruesa nariz.Posee la frescura del humor. Cojea de una pierna y hace años sus rodillas batallan con la ira de los dolores, y al igual que Leoncio Martínez “Leo”,sostiene su macizo cuerpo con un bastón al caminar. Esto no le resta en nada su innato entusiasmo. Las gruesas manos como empapadas de salitre de tanto mover cajas en aquel cuarto donde vive su romanticismo de poeta.La casa es de paredes de cemento y la entrada con materos guindados con sus cepas arañando las paredes. La casa aireada por una alameda que hay al frente.Su mujer es de Los Hurtado, una llanera barinense de ojos almendrados;ella sale de la cocina con sendas tacitas de guayoyo, cuyo aroma traspasaba el dintel de entrada. Desde hace tiempo la vivienda, además de casa de habitación es museo.
Pasamos un buen rato conversando, contemplando libros, revistas, periódicos de rubio papel, discos con música sagrada, sublime, también de rokola bullanguera, retratos,archivos macizos, botellas y corotos viejos. Hurgamos en aquellos archivos. Carlitos Gardel y Renny Otolina cuelgan pegados de una pared con un soneto original de Elio. Yo pude leerlo y releerlo y quise alargar mis manos para tocar su lírica. El poeta se quedó bebiendo sus horas de meditación arrellanado en un mueble de mimbre. De cerca lo sigue “Aníbal”, un gatico bribón de lo más tranquilo que vigila la entrada para impedir que se acerquen los roedores. Luce en sus ojos que el felino se alimenta de sardinas y no de ratones. Aparece y desaparece Héctor Ramón Rivas, da gusto el poeta llanero, catire,de ojos grandotes,se aprendió de memoria “La Silva Criolla”; tiene anécdotas y chistes como para llenar un libro.
Me detuve, esperé un rato, me despido porque me estaban esperando, y salí por el porche con mi gorrita de visera y abordé de regreso el rugido de fiera del viejo ómnibus, que irrumpe cruzando la boca calle colina abajo, para regresarnos nuevamente a la parada del Provincial.
La Villa de San Luis, 30 de diciembre de 2015
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